Surikí - Colombia
Una mujer juega con su celular en la hamaca contigua. Un perro tiene agua en la oreja y gime, mi amiga Enilda intenta ayudarlo, de la misma manera que soba el lomo del torito, para que no sufra tanto por los picotazos de los tábanos; de la misma manera que ayuda a los monos araña, a los monos tití, a los ocelotes, a los crax, a los martín pescador, a las pavas, las ranas, las tortugas, a ella misma y a todos los comparten esta tierra.
La Reserva Natural Surikí está en el extremo norte del Chocó Biogeográfico y en el extremo sur del Caribe colombiano. Es un cruce de ríos, mar, manglares, muchas bananeras y potreros. Una joya anfibia que representa el habitar entre diversos intereses económicos, políticos y colectivos de conservación y colaboración. Frente a nuevos desafíos en el territorio, la gente de Surikí están uniendo fuerzas y saberes con los cabildos afro e indígenas que rodean el Golfo de Morrosquillo, para conservar el bosque, las aguas y la vida que aquí inunda por doquier.
Es mediados de diciembre de 2022, los aulladores empiezan temprano con su gutural intenso que domina toda la selva. El arsenal de cocuyos, grillos y ranas es sublime. La madrugada es rosada, con leves paños de niebla. Después de los aulladores vienen los pájaros, y las campanas de las vacas que empiezan su errancia por los prados verdes de Surikí.
La fragua se enciende, olor a panela, a envuelto de maíz y tajada de plátano. Tomamos la chulupa por los canales. Una bióloga residente va camino a monitorear las trampas para su estudio con monos Tití, les lleva bananos para intentar cebarlos y tomar muestras de tejidos. Lleva un mes aquí y no lo ha logrado, “aquí los monos tienen mucha oferta de alimentos, no caen fácil”.
Mi amiga toma despacio el canal, el río está bajo, muchos palos atravesados.
Todo tiene una faz de desgaste. El agua se ha retirado de varios sectores, dejando raíces desnudas, algas y pantanos. A pesar de tanta materia orgánica, el agua tiene un aroma floral, dulzón.
Monos araña, amazonas, martín pescador, garzas, millones preguntas sin orden prioritario, todas atiborrando mi mente, que va con el río, en movimiento.
Dejamos la chalupa en un muelle de barro, de ahí nos desplazamos a un bosque de aprovechamiento de cedros, donde la bióloga tiene uno de los sitios de muestreo. A lo lejos se escucha música tecno. Me dicen que es una vereda de “neo-paracos” que tienen control del caserío.
Hablamos del ruido, de la necesidad constante de tener algo que ahogue la voz interior. En los pueblos más afectados por la violencia siempre hay música, “para ahuyentar las culpas”. Enilda me comenta que en los buques de esclavos, los navieros sacaban a los negros de sus jaulas y los llevaban a cubierta a tocar música. Por eso en los pueblos afro hay violinistas y danzas europeas, la música, el ruido, era una de las opciones para reducir la cantidad de suicidios de los esclavos.
Me alejo del grupo a un pequeño claro en el bosque. Me detengo en silencio y descubro un Tití observándome desde la copa de un árbol. Cruzamos miradas un rato, imito su movimiento de cabeza curiosa, luego llegan dos más, delgaditos, con su cabecita peluda y ojos brillantes. El tiempo se detiene, el lenguaje se traslada a una esfera donde todo palpita, y yo soy un mono más, habitando lo anfibio.
Registro:
Sara Granados
Diciembre 2022. Temporada lluviosa